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Rosario, entre el discurso y el espanto: Homicidios, balaceras y hospitales militarizados

En barrio Las Flores acribillaron la casa de la familia Cantero: hubo más de 30 disparos y resultaron baleadas dos menores. El Heca quedó sitiado por un operativo de máxima seguridad ante ingresos de heridos vinculados a grupos criminales. La violencia urbana vuelve a escalar mientras el gobierno sostiene que “La paz volvió a Rosario”.

Rosario volvió a quedar bajo una escena conocida y temida. Mientras el gobernador Maximiliano Pullaro sostiene en declaraciones públicas que la provincia atraviesa el final de una etapa de “pacificación” y que “la calle se volvió a llenar de gente buena”, la ciudad más castigada por la violencia armada en Argentina vivió en los últimos días una nueva secuencia de ataques, tres homicidios en pocas horas, menores heridas de bala y un operativo de máxima seguridad alrededor del Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (HECA), convertido nuevamente en un perímetro blindado ante el ingreso de heridos vinculados a organizaciones criminales.

La contradicción entre el relato que se intenta instalar desde el gobierno provincial y la realidad que se vive en los barrios vuelve a tensionar el debate público. El resultado electoral del 26 de octubre ya había marcado un mensaje político sobre la distancia entre las promesas oficiales y la percepción ciudadana. Ahora, los hechos en las calles parecen reforzar aquella advertencia: la violencia en Rosario no desapareció; muta, se reagrupa y vuelve a estallar donde el Estado no logra estabilizar presencia efectiva.

El episodio más grave se registró este lunes en barrio La Granada cuando un vehículo gris, identificado por testigos como un Peugeot de alta gama, se detuvo frente a la vivienda de la familia Cantero y abrió fuego de manera sostenida: se contabilizaron 33 vainas servidas en la escena. El objetivo era Dylan Cantero, hijo del histórico cabecilla de Los Monos, Ariel “Viejo” Cantero, quien recibió al menos dos disparos en el abdomen y fue derivado al HECA en estado reservado. Pero la violencia volvió a perforar los márgenes de lo delictivo y alcanzó a dos menores: sus sobrinas, una adolescente de 12 años y una beba de 19 meses, fueron heridas y trasladadas al Hospital Víctor J. Vilela, donde permanecen fuera de peligro.

No fue un hecho aislado. Durante la tarde ingresaron al sistema sanitario otras personas heridas en ataques registrados en La Tablada y en la zona de Gaboto y Felipe Moré, lo que obligó a desplegar un operativo que incluyó cortes de tránsito, patrulleros, fuerzas especiales y controles armados en los accesos al HECA. El hospital volvió a ser escenario de tensión extrema, una imagen repetida en momentos críticos de la ciudad y que expone la fragilidad de la vida urbana en Rosario frente a estructuras criminales que operan con capacidad de daño constante.

La escalada de violencia no se limita a estos episodios. El fin de semana, Rosario registró tres homicidios en pocas horas, todos bajo modalidades que evidencian lógicas de ejecución directa y disputa territorial: un adolescente de 17 años fue asesinado en barrio La Lata; un hombre murió tras un ataque a tiros y una persecución con fuerzas federales en la zona oeste; y otro falleció tras recibir una puñalada en el marco de una pelea callejera. La secuencia no solo suma estadísticas, sino que confirma una persistencia: Rosario mantiene niveles de conflictividad letal que contradicen cualquier narrativa de normalización acelerada.

A pesar de este cuadro, el gobernador Pullaro reafirmó días atrás su mensaje político durante un acto oficial en el barrio Puente Negro, donde sostuvo: “Nosotros tomamos un compromiso muy claro: devolverle la paz y la tranquilidad a esta ciudad. Terminando la etapa de pacificación, viene la etapa de la reconstrucción”. Para el mandatario provincial, la ciudadanía ya percibe un cambio, al señalar que muchos vecinos “vuelven a tomar mates en la vereda”. El intendente Pablo Javkin acompañó la afirmación con un reconocimiento a la conducción provincial.

Los hechos recientes obligan a preguntar si ese diagnóstico expresa un progreso real en términos de seguridad o si responde, antes que nada, a una necesidad política de sostener una narrativa positiva ante una sociedad exhausta y ante una coalición gobernante que atraviesa tensiones internas. Operativos policiales que se activan por urgencia, hospitales sitiados por fuerzas armadas y niñas baleadas en pleno día son señales que no convalidan una pacificación consolidada.

Mientras el gobierno intenta instalar que Rosario inicia una etapa distinta, la ciudad continúa escribiendo una crónica que no permite celebraciones apresuradas: el plomo sigue siendo un idioma que no se termina de desactivar, y la disputa entre organizaciones criminales mantiene capacidad para reconfigurar el mapa del miedo urbano. La violencia no retrocede con declaraciones institucionales, y la ciudadanía rosarina no encuentra alivio en discursos que desentonan con lo que se ve, se escucha y se sobrevive en los barrios.

El desafío inmediato no es construir una épica de pacificación acelerada, sino reconocer la complejidad del escenario, evitar triunfalismos oficiales y sostener políticas de seguridad que no dependan únicamente de golpes de fuerza ni de respuestas fragmentadas ante cada crisis. Rosario ya aprendió que cada vez que la política canta victoria antes de tiempo, la realidad responde con una balacera que vuelve a recordar quién escribe, de verdad, las reglas del territorio.

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