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Borocotó vive: La traición a los votantes que habilita la impunidad

Durante la reciente sesión preparatoria en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, asistimos nuevamente a un debate fundamental para la democracia argentina, protagonizado por periodistas, políticos y expertos: ¿Las bancas legislativas pertenecen a los partidos o a las personas?

Esta discusión no es abstracta, sino que tiene un correlato directo en los intentos por blindar la ética política. Recientemente, la ex diputada nacional Silvia Lospennato revivio el debate sosteniendo que resulta necesario impulsar normas que eviten el transfuguismo parlamentario, un fenómeno que socava la confianza pública y desdibuja el mandato electoral.

La tradición en Occidente sostiene que la representatividad recae en el individuo electo —entendido como un representante de toda la nación y no solo de quienes lo votaron—. Sin embargo, es necesario resaltar que en las democracias modernas este principio está en revisión debido, en gran parte, a los altos índices de corrupción y la crisis de representatividad que estos pases de bancada generan.

Antes de profundizar, me gustaria dejar en claro que mi analisis es muy simple: si los partidos políticos son, por definición constitucional (Art. 38, CN), la herramienta exclusiva para ocupar cargos electivos y son quienes proponen a los candidatos, la conclusión lógica es que la banca pertenece al partido. El razonamiento es sencillo: los ciudadanos votamos plataformas e ideas fundacionales que el candidato se compromete a representar. Al votar, elegimos un modelo de país, provincia o municipio más allá de los nombres propios o las ambiciones personales. La institucionalidad de los partidos es, por tanto, innegociable.

El fenómeno del transfuguismo se produce cuando un legislador abandona el bloque político por el cual fue electo para pasar a otro (o crear uno propio), a menudo motivado por intereses personales, promesas de cargos o beneficios. Si la banca la consideramos personal, esta discusión quedaría en lo abstracto; sin embargo, en la práctica, la sociedad lo comienza a ver como una traición del politico al votante que eligió una plataforma de ideas y no solo a una persona.

El antecedente nacional más resonante que ilustra la gravedad de este accionar es el caso del ex diputado Eduardo Borocotó en 2005. Electo por un partido opositor (en ese momento PRO), asumió su banca e inmediatamente la abandonó para unirse al bloque oficialista (PJ). Este acto dio origen al neologismo «borocotización», usado desde entonces para describir peyorativamente el acto de traicionar el mandato popular por conveniencia personal.

Esta situación que ocurre en Argentina, no es exclusivamente local. Como señala Sergio Sinay en el diario Perfil, los políticos «tránsfugas» usan el cargo como un trampolín personal, desvirtuando la vocación de servicio y el pacto con el electorado. La preocupación es regional, como lo demuestran los siguientes ejemplos:

En Colombia, el debate es intenso, y aunque hubo intentos legislativos por hundir proyectos que buscaban frenar el transfuguismo, la opinión de partidos como el Centro Democrático es que esta práctica «le hace daño a la democracia», pues erosiona la identidad ideológica y la cohesión política.

En Perú, la reforma hacia un Congreso bicameral fue vista, precisamente, como una vía para «poner fin al transfuguismo» y cerrar el paso a la creación constante de nuevas bancadas que solo responden a intereses efímeros y particulares, no a proyectos nacionales duraderos.

Este debate nos retrotrae al concepto de mandato imperativo (opuesto al representativo que rige en nuestro país), el cual está prohibido en nuestra Constitución y en la tradición liberal. Si bien entiendo que no se busca revivir esta figura, lo que sí se intenta es conseguir responsabilidad ética: si la persona fue elegida bajo un paraguas ideológico y programático, no puede utilizar esa banca como un capital personal para negociar con otras fuerzas.

Si los legisladores —ya sean nacionales, provinciales o municipales— desconocen la institucionalidad del partido que los llevó al poder, es ingenuo creer que defenderán la institucionalidad del Estado. Si un legislador traiciona a la estructura que le dio ingreso y a la voluntad de sus votantes, es una consecuencia casi matemática que terminará desconociendo o vulnerando las instituciones formales del Estado.

Muchos seguirán defendiendo la visión clásica de que la banca es personal, apelando a la «libertad de conciencia». Sin embargo, los datos son alarmantes: según Transparencia Internacional, la percepción de la corrupción en Argentina está en niveles preocupantes (y aún no se publicó el índice de 2025). Una de las vías para mitigar este flagelo es justamente asegurar que las bancas pertenezcan a los partidos. Esto desalentaría el «transfuguismo político» al eliminar el incentivo de migrar de un bloque a otro a cambio de beneficios personales, un incentivo que ha sido repudiado tanto en la academia como en la opinión pública continental.

El fenómeno de la «borocotización» y la marea regional de pases políticos buscan reducir la inestabilidad que genera el constante pase de legisladores, lo que debilita al Congreso y facilita los acuerdos por detrás de la “cortina”, lejos del escrutinio público.

Quizás no sea una solución mágica ni definitiva, pero ante la actual fragilidad institucional, consolidar partidos políticos sólidos y coherentes que mantengan la titularidad de sus bancas es el primer paso ineludible para tener un Estado sólido y transparente, donde los acuerdos respondan a programas y no a beneficios personales.

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