Por Mg. Gonzalo Macco *
En Argentina hablamos de inflación todos los días: en la verdulería, en la farmacia, en el colectivo. Medimos su impacto en el bolsillo, en la pérdida del poder adquisitivo y en la angustia cotidiana de miles de familias. Pero hay otra inflación, silenciosa y persistente, que erosiona algo más profundo: la calidad del Estado. No aparece en los informes del INDEC, pero se cuela en cada decisión mal ejecutada, en cada oficina vaciada, en cada política pública que no llega.
Se trata de una inflación institucional, menos visible pero igual de corrosiva. Es la designación sistemática de personas sin formación, sin experiencia ni compromiso público, en cargos estratégicos del Estado. Una práctica que atraviesa gobiernos y signos políticos, y que destruye la posibilidad de construir un Estado moderno, profesional y eficiente.
Designar sin criterio técnico no es un problema simbólico. Es un error estructural que debilita las capacidades de conducción, planificación y ejecución. Cuando un cargo estratégico se entrega como premio político, lo que se erosiona no es sólo la imagen institucional. Lo que se destruye es la posibilidad real de transformar decisiones políticas en resultados concretos.
Designar sin criterio técnico no es un problema simbólico. Es un error estructural que debilita las capacidades de conducción, planificación y ejecución…
En tiempos de crisis fiscal, ajuste y reestructuración del Estado, esta tendencia no solo no se revierte, sino que se profundiza. Se achica el Estado, sí, pero no para hacerlo más eficiente: se lo reduce mientras se expulsan cuadros técnicos, se desmantelan equipos y se toma a la improvisación como norma. ¿El resultado? Un aparato estatal más débil, menos predecible y más vulnerable a los vaivenes de la política y el marketing.
Porque ese es otro de los síntomas del deterioro institucional: funcionarios que dedican más tiempo a grabar videos que a gestionar. Ministros, secretarios y directores convertidos en influencers de lo público, que priorizan la visibilidad en Instagram o Tik Tok sobre la eficacia y la eficiencia. ¿Quién planifica políticas públicas? ¿Quién lidera equipos técnicos? ¿Quién toma decisiones estratégicas mientras los conductores del Estado están ocupados en recorridas eternas o en la producción de contenido?
La respuesta es incómoda. Nadie. O peor: lo hacen sin capacidad, sin rumbo y sin perspectiva de largo plazo. Porque el mérito fue desplazado por la cercanía, y el conocimiento por la obediencia. El resultado es un ecosistema institucional donde el talento profesional se siente ajeno o directamente expulsado. Técnicos formados, con experiencia y vocación de servicio, eligen correrse ante la imposibilidad de trabajar con interlocutores válidos, de sostener criterios técnicos o de construir procesos duraderos.
Esta es la otra cara del vaciamiento estatal: una cultura política que premia la lealtad por sobre la idoneidad, y que convierte al cargo en un botín antes que en una responsabilidad pública. Una cultura que no interpela ni exige, sino que acomoda. Y así, lo que debería ser un cuerpo profesional de alta dirección se transforma en un mosaico de improvisaciones.
La pregunta de fondo no es si queremos más o menos Estado. La pregunta relevante es qué tipo de Estado queremos. Porque no se trata de un debate cuantitativo, sino cualitativo. Y si la respuesta apunta a un Estado capaz de garantizar derechos, sostener políticas de calidad y reconstruir confianza ciudadana, entonces no hay atajo: hay que profesionalizar su conducción.
La pregunta de fondo no es si queremos más o menos Estado. La pregunta relevante es qué tipo de Estado queremos. Porque no se trata de un debate cuantitativo, sino cualitativo
Eso requiere decisión política. Y también una agenda concreta: formar, concursar, evaluar, reconocer. Exigir compromiso, pero también ofrecer condiciones. Construir una generación de cuadros técnico-políticos que puedan gestionar con ética, con conocimiento y con visión.
Recuperar capacidades estatales no puede ser un lujo reservado para épocas de bonanza. Es una urgencia para sostener el contrato democrático. Porque así como hay inflación que arruina salarios, hay inflación institucional que arruina repúblicas.
Esta nota de opinion resume un artículo más extenso denominado: “La inflación silenciosa del Estado: el costo institucional de designar funcionarios sin formación”.