Durante mucho tiempo las encuestas fueron un termómetro decisivo de la política. Condicionaban estrategias, moldeaban discursos y hasta influían en el ánimo del electorado. Pero hoy, sinceramente, creo que eso ya no sucede. La gente dejó de votar por los números y empezó a hacerlo desde los sentimientos.
El voto se volvió más emocional, más vivencial. Ya no hay tanto cálculo o expectativa matemática. El ciudadano elige a quien siente que puede representarlo mejor, o a quien, según su percepción, puede hacer un trabajo más concreto y eficaz. En otros casos, el contexto socioeconómico pesa más que cualquier número. Cuando la realidad golpea, los oficialismos —sobre todo si comparten una mirada parecida en términos de gestión o políticas fiscales— suelen pagar los costos.
En Santa Fe y en la Argentina, por ejemplo, los discursos de equilibrio fiscal y ajuste sobre el empleo público o el sistema previsional han generado descontento en sectores que sienten que su esfuerzo no se valora. A eso se suma otro tipo de votante: el nostálgico, el que mira hacia atrás y dice “antes estábamos mejor”, “antes podíamos irnos de vacaciones” o “antes soñábamos con tener una casa”. También están los “anti”: quienes definen su voto más por oposición que por convicción, ya sea desde un lugar claramente peronista o antiperonista.
Ahora bien, ¿qué lugar les queda a las encuestas en medio de todo esto? En mi opinión, las encuestas hoy funcionan más como herramientas de microclima político que como reflejo del humor social. Sirven para empujar la militancia, para dar ánimo o mostrar un escenario conveniente. Los verdaderos sondeos —los más confiables— rara vez se hacen públicos.
Hay además un fenómeno que no puede ignorarse: muchas consultoras trabajan para gobiernos o para partidos con representación legislativa. Y eso condiciona. Porque, seamos sinceros, ¿quién va a difundir un estudio que muestra una mala performance de su propio jefe o patrón?
Desde los medios también tenemos responsabilidad. Difundimos encuestas, sí, pero sabemos distinguir cuáles tienen más seriedad y cuáles no. Y al mismo tiempo, aprendimos a leer otros indicadores: los comentarios en redes, los foros al pie de las notas, los llamados al aire en la radio o los pequeños sondeos callejeros. Muchas veces, ahí está la verdadera encuesta.
Por eso creo que, a esta altura, los estudios de opinión deben servir hacia adentro, como herramienta de análisis y planificación. Los equipos de campaña necesitan esos datos para entender su posicionamiento, pero siempre contratando consultoras con independencia real, sin compromisos políticos ni intereses cruzados.
Sin desmerecer el trabajo de nadie, me hago una pregunta que quizás resuma todo: ¿no serán las encuestas las grandes perdedoras de las últimas elecciones? Tal vez el tiempo, la tecnología y la desconfianza social también las hayan alcanzado. Porque los tiempos cambian, y hasta los instrumentos que parecían infalibles también deben aprender a adaptarse.



